Recuerdo la sensación de estar
haciendo lo correcto. Había pasado dos semanas infiltrado en un comité de
acción de Solidaridad Nacional, escuchando las más ridículas estupideces sobre Susana
Villarán, los rojos caviares y la necesidad de construir un Bypass en cada esquina de Lima. Y peor
aún, repitiéndolas yo mismo, jugando al espía, pasando por la clase más burda
de facho pos moderno. Me sentía asqueado de mí mismo mientras lo hacía, pero
cuando anotaba todos los detalles de la jornada por las noches en una libreta
me sentía encaminado. Inteligencia era lo mío.
Cuando el coordinador del Comité
Juvenil de Fuerza Social en el que estaba activando preguntó si podíamos donar
algo de dinero para hacer pancartas de cartulina, yo le puse 190 soles al
frente. Me miró asombrado. No se lo podía creer. Me preguntó tres veces si
estaba seguro. Le dije que sí, que era el dinero que me habían pagado por las
dos semanas que había pasado entre la gente de Castañeda y que no lo
necesitaba. Si hoy me cruzara con Susana Villarán; si por casualidad la viera
en una calle o en el supermercado, le pediría mi dinero de vuelta, sin dudarlo.
Era el 2014. Yo tenía 16 y
cursaba el cuarto año de secundaria. Mi padre conocía a Susana Villarán de los
tiempos de Fujimori y yo me involucré con su partido a partir de una reunión de
trabajo de mi papá en la que se cruzó con ella y en la que yo estaba
esperándolo para ir a comprar. Conversamos, le comenté mi confianza en su
programa Oye, varón y ella me invitó
a una reunión de base. Así entré al comité juvenil de Fuerza Social.
Tenía la intención de destacar
desde el primer momento. Llegué temprano, bastante más formal que cualquiera de
los otros, y tomé la palabra tan pronto pude. Mencioné la necesidad de combatir
sus prácticas difamatorias a través de una imagen que proyectase un grupo
político ecuánime y que pensaba a largo plazo; y me sumé vehementemente a la
idea de un señor mayor, de espiar las filas del enemigo.
Cuando la reunión terminó, me
acerqué al que la dirigía y le pregunté por esa iniciativa. Me mandó a hablar
con el que había lanzado la propuesta. Decidí que era mi oportunidad de probar
mi valor. Era nuevo, nadie me conocía en el ambiente político de Lima y
disponía de tiempo suficiente. Mis tareas no eran agobiantes y mis notas
bastante altas. En tanto las pudiera mantener, mi padre no tenía problema
alguno. Además, yo no le iba a comentar al detalle lo que hacía.
Dos días después me dieron una
dirección. Aparecí en el 317 del Jr. Mendieta con una ropa prestada, muy
distinta a la mía. Tome la precaución de pasar antes por casa para dejar mis
libros. No los del colegio, esos los llevé, sino los que leía en esos momentos.
Me imagine que quien votaba por el candidato del roba pero hace obra no podía
ser un gran aficionado a Dostoievski.
Me recibieron de inmediato, muy
serviciales, y, luego de un rato de conversación, me invitaron a una pequeña
actividad en Chorrillos. Una chocolatada al día siguiente. Dije que sí, que
tenía que pedir permiso a mi papá y que no conocía. “No te preocupes, hijo.
Nosotros ponemos la movilidad y te traemos hasta acá. ¿Dónde vives?”. “En Jesús
María”, dije; y todo quedó pactado.
La chocolatada fue un éxito,
según lo que habían previsto. Chocolate gratis, algo de comida, polos, gorros y
globos amarillos y algunos juguetes. Fácil y rápido. Regresamos sobre las 10 de
la noche, presumiendo de los votos nuevos que habíamos conseguido esa noche y
de las cervezas para el sábado. Me dejaron en 28 de julio. El jefe iba delante,
como copiloto. Cuando bajé me llamó para despedirse. Sentí el sudor de sus
dedos y dos billetes sobre mi mano. Ya sabía algo. Les pagaban a sus
“voluntarios”.
Así me pasé dos semanas. Todos
los días, llegaba a casa, almorzaba y me iba para el Jr. Mendieta con la ropa
más avejentada que tuviera, cuidándome de no llevar libros ni separatas fuera
de las del colegio. En el local avanzaba mis tareas hasta que llegaban los
dirigentes, con la agenda del día. Una gaseosa mientras escuchábamos los
quehaceres y luego al campo. A veces caminábamos a algún lugar cercano, pero
normalmente nos llevaba la movilidad hasta algún punto de la ciudad. Usualmente
al Norte. Explicar la pertinencia de los monocarriles, como solucionar el
tráfico con un Bypass, y la historia
de cómo Villarán era pacífica, pero su gente eran homosexuales y terrucos de
Sendero. Volvía a casa exhausto, apenas para lonchar y anotar las cosas que me
parecían importantes en mi libreta. Luego de dos semanas, sencillamente, dejé
de ir.
Era un día de clases. Llegué a
casa, me bañé despacio y me puse mi mejor ropa. Por primera vez en varios días
hacía las cosas sin prisa, con calma, disfrutando de cada pequeña acción.
Cuando ya estuve listo saqué la libreta en la que había apuntado todo, una
cajetilla de cigarrillos a medias, mi billetera y un lapicero. Luego fui a la
cocina a revisar lo que había preparado mi padre para el día. Un estofado color
verde vómito con una presa de pollo seca y arroz masacote. No. Hoy no. Esa
mañana me había levantado decidido a tener un buen día. Voté la comida a la basura,
cogí mis cosas y salí rumbo a uno de mis restaurantes favoritos en la zona.
En el restaurante ordené un seco
a la norteña y una botella de cerveza. Mi edad no era un problema. El dueño me
conocía y no me pedía DNI. Además, yo no parecía de 16. En la mesa puse mis
cigarros y la libreta. Mientras comía, pensaba en el dinero que tenía, y en el
que me había pagado la gente de Solidaridad Nacional. Por alguna razón, no lo
contaba como dinero propio. Lo ponía en una cuenta aparte en mi cabeza, y en un
bolsillo diferente de mi billetera.
Luego del almuerzo me encaminé al
local de Fuerza Social en Jesús María. Pagué con el dinero de Castañeda y de
camino me compré una cajetilla de cigarrillos y un encendedor. Cuando llegué,
ya estaban allí todos los demás. No había vuelto desde la primera vez que fui y
tan solo un par de ellos me reconocieron. Me senté por un rato hasta que vi al
señor de la otra vez entrar. Me dirigí a él inmediatamente y se alegró de
verme. “Hola, ¿cómo estás? ¿Cómo va la investigación?”, me preguntó, con una
sonrisa socarrona en el rostro. Le puse la libreta en la mano y la sonrisa se
le borró en el acto. Me parece que no pensó que de verdad iba a hacerlo. La
hojeó por unos minutos y luego se acercó a los demás.
“Compañeros”, empezó, y se largó
una presentación muy elogiosa de mí, explicando que era de confianza, hijo de
un viejo simpatizante y que me había pasado dos semanas infiltrado en las filas
del enemigo recabando información sobre las actividades de Solidaridad. Yo
permanecía serio mientras él hablaba. Los demás me observaban asombrados.
Intrigados, algunos. Una chica me sonreía desde su asiento. Yo no sabía que
debía hacer en una situación así, pero no iba a permitir que se me note.
Pase los siguientes tres meses en
ese Comité Juvenil. No nos pagaban ni nos daban algún tipo de viático o
incentivo. Más bien, pedían donaciones. Llegaba al local sobre las 3.30 de la
tarde y salíamos a las 4 rumbo a algún punto de Lima Centro, para apoyar al
Comité Central en lo que necesitase. Los
fines de semana eran los días más ajetreados. Nos trasladábamos a algún
punto de la periferia para apoyar a Susana y reducir la obvia ventaja numérica
que tenía frente a cualquiera de los otros candidatos. Así conocí Puente
Piedra, Ancón, Pamplona Alta, San Juan de Lurigancho, El Agustino y Pucusana.
Nunca volví a ver Lima con los mismos ojos.
“Valoro la lealtad”, escribió ella en Facebook, explicando por qué no habló antes. Por qué no se
sinceró y dijo lo que había pasado. ¿Lealtad a quién?, me pregunté. Decenas de
jóvenes pusimos nuestro tiempo y dinero para sustentar su cochina campaña,
mientras debajo de la mesa corrían 7 millones de dólares que nunca aparecieron
para conseguirnos ni siquiera plumones con los que pintar las pancartas. Yo lo
hice porque creí en su propuesta, en la idea de una Lima para todos y en que
estaba dándole la contra a una banda de mafiosos conservadores que buscaban
reafirmarse en Lima. Yo participé y puse mi nombre. No saqué de eso más que un
almuerzo, una cerveza, un encendedor y 10 cigarros. Aparecí junto a ella en
fotos y videos, con su estúpida chalina verde desencajando con mi ropa
impecablemente negra. Destiné mi tiempo para ella. ¿Lealtad a quién? ¿A quién
le era leal mientras le pedía a Barata 7 millones de dólares? ¿A quién le era
leal mientras sus dirigentes nos decían a nosotros que debíamos continuar
luchando contra la corrupción y la mafia? ¿A quién le era leal mientras nos
mentía? No sé si vuelva a ver la política con los mismos ojos.
Impactantes revelaciones...
ResponderEliminarTremendo relato, me suscribo.
ResponderEliminarCon qué facilidad cambian las cosas
ResponderEliminarLlegarán tiempos mejores, Franco... No te desanimes...
ResponderEliminarGran relato
ResponderEliminarNo se puede ver la política con ojos llenos de esperanza en el Perú después de conocer acontecimientos como este
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