lunes, 24 de junio de 2019

Crónica de una decepción anunciada

Recuerdo la sensación de estar haciendo lo correcto. Había pasado dos semanas infiltrado en un comité de acción de Solidaridad Nacional, escuchando las más ridículas estupideces sobre Susana Villarán, los rojos caviares y la necesidad de construir un Bypass en cada esquina de Lima. Y peor aún, repitiéndolas yo mismo, jugando al espía, pasando por la clase más burda de facho pos moderno. Me sentía asqueado de mí mismo mientras lo hacía, pero cuando anotaba todos los detalles de la jornada por las noches en una libreta me sentía encaminado. Inteligencia era lo mío.
Cuando el coordinador del Comité Juvenil de Fuerza Social en el que estaba activando preguntó si podíamos donar algo de dinero para hacer pancartas de cartulina, yo le puse 190 soles al frente. Me miró asombrado. No se lo podía creer. Me preguntó tres veces si estaba seguro. Le dije que sí, que era el dinero que me habían pagado por las dos semanas que había pasado entre la gente de Castañeda y que no lo necesitaba. Si hoy me cruzara con Susana Villarán; si por casualidad la viera en una calle o en el supermercado, le pediría mi dinero de vuelta, sin dudarlo.
Era el 2014. Yo tenía 16 y cursaba el cuarto año de secundaria. Mi padre conocía a Susana Villarán de los tiempos de Fujimori y yo me involucré con su partido a partir de una reunión de trabajo de mi papá en la que se cruzó con ella y en la que yo estaba esperándolo para ir a comprar. Conversamos, le comenté mi confianza en su programa Oye, varón y ella me invitó a una reunión de base. Así entré al comité juvenil de Fuerza Social.
Tenía la intención de destacar desde el primer momento. Llegué temprano, bastante más formal que cualquiera de los otros, y tomé la palabra tan pronto pude. Mencioné la necesidad de combatir sus prácticas difamatorias a través de una imagen que proyectase un grupo político ecuánime y que pensaba a largo plazo; y me sumé vehementemente a la idea de un señor mayor, de espiar las filas del enemigo.
Cuando la reunión terminó, me acerqué al que la dirigía y le pregunté por esa iniciativa. Me mandó a hablar con el que había lanzado la propuesta. Decidí que era mi oportunidad de probar mi valor. Era nuevo, nadie me conocía en el ambiente político de Lima y disponía de tiempo suficiente. Mis tareas no eran agobiantes y mis notas bastante altas. En tanto las pudiera mantener, mi padre no tenía problema alguno. Además, yo no le iba a comentar al detalle lo que hacía.
Dos días después me dieron una dirección. Aparecí en el 317 del Jr. Mendieta con una ropa prestada, muy distinta a la mía. Tome la precaución de pasar antes por casa para dejar mis libros. No los del colegio, esos los llevé, sino los que leía en esos momentos. Me imagine que quien votaba por el candidato del roba pero hace obra no podía ser un gran aficionado a Dostoievski.
Me recibieron de inmediato, muy serviciales, y, luego de un rato de conversación, me invitaron a una pequeña actividad en Chorrillos. Una chocolatada al día siguiente. Dije que sí, que tenía que pedir permiso a mi papá y que no conocía. “No te preocupes, hijo. Nosotros ponemos la movilidad y te traemos hasta acá. ¿Dónde vives?”. “En Jesús María”, dije; y todo quedó pactado.
La chocolatada fue un éxito, según lo que habían previsto. Chocolate gratis, algo de comida, polos, gorros y globos amarillos y algunos juguetes. Fácil y rápido. Regresamos sobre las 10 de la noche, presumiendo de los votos nuevos que habíamos conseguido esa noche y de las cervezas para el sábado. Me dejaron en 28 de julio. El jefe iba delante, como copiloto. Cuando bajé me llamó para despedirse. Sentí el sudor de sus dedos y dos billetes sobre mi mano. Ya sabía algo. Les pagaban a sus “voluntarios”.
Así me pasé dos semanas. Todos los días, llegaba a casa, almorzaba y me iba para el Jr. Mendieta con la ropa más avejentada que tuviera, cuidándome de no llevar libros ni separatas fuera de las del colegio. En el local avanzaba mis tareas hasta que llegaban los dirigentes, con la agenda del día. Una gaseosa mientras escuchábamos los quehaceres y luego al campo. A veces caminábamos a algún lugar cercano, pero normalmente nos llevaba la movilidad hasta algún punto de la ciudad. Usualmente al Norte. Explicar la pertinencia de los monocarriles, como solucionar el tráfico con un Bypass, y la historia de cómo Villarán era pacífica, pero su gente eran homosexuales y terrucos de Sendero. Volvía a casa exhausto, apenas para lonchar y anotar las cosas que me parecían importantes en mi libreta. Luego de dos semanas, sencillamente, dejé de ir.
Era un día de clases. Llegué a casa, me bañé despacio y me puse mi mejor ropa. Por primera vez en varios días hacía las cosas sin prisa, con calma, disfrutando de cada pequeña acción. Cuando ya estuve listo saqué la libreta en la que había apuntado todo, una cajetilla de cigarrillos a medias, mi billetera y un lapicero. Luego fui a la cocina a revisar lo que había preparado mi padre para el día. Un estofado color verde vómito con una presa de pollo seca y arroz masacote. No. Hoy no. Esa mañana me había levantado decidido a tener un buen día. Voté la comida a la basura, cogí mis cosas y salí rumbo a uno de mis restaurantes favoritos en la zona.
En el restaurante ordené un seco a la norteña y una botella de cerveza. Mi edad no era un problema. El dueño me conocía y no me pedía DNI. Además, yo no parecía de 16. En la mesa puse mis cigarros y la libreta. Mientras comía, pensaba en el dinero que tenía, y en el que me había pagado la gente de Solidaridad Nacional. Por alguna razón, no lo contaba como dinero propio. Lo ponía en una cuenta aparte en mi cabeza, y en un bolsillo diferente de mi billetera.
Luego del almuerzo me encaminé al local de Fuerza Social en Jesús María. Pagué con el dinero de Castañeda y de camino me compré una cajetilla de cigarrillos y un encendedor. Cuando llegué, ya estaban allí todos los demás. No había vuelto desde la primera vez que fui y tan solo un par de ellos me reconocieron. Me senté por un rato hasta que vi al señor de la otra vez entrar. Me dirigí a él inmediatamente y se alegró de verme. “Hola, ¿cómo estás? ¿Cómo va la investigación?”, me preguntó, con una sonrisa socarrona en el rostro. Le puse la libreta en la mano y la sonrisa se le borró en el acto. Me parece que no pensó que de verdad iba a hacerlo. La hojeó por unos minutos y luego se acercó a los demás.
“Compañeros”, empezó, y se largó una presentación muy elogiosa de mí, explicando que era de confianza, hijo de un viejo simpatizante y que me había pasado dos semanas infiltrado en las filas del enemigo recabando información sobre las actividades de Solidaridad. Yo permanecía serio mientras él hablaba. Los demás me observaban asombrados. Intrigados, algunos. Una chica me sonreía desde su asiento. Yo no sabía que debía hacer en una situación así, pero no iba a permitir que se me note.
Pase los siguientes tres meses en ese Comité Juvenil. No nos pagaban ni nos daban algún tipo de viático o incentivo. Más bien, pedían donaciones. Llegaba al local sobre las 3.30 de la tarde y salíamos a las 4 rumbo a algún punto de Lima Centro, para apoyar al Comité Central en lo que necesitase. Los  fines de semana eran los días más ajetreados. Nos trasladábamos a algún punto de la periferia para apoyar a Susana y reducir la obvia ventaja numérica que tenía frente a cualquiera de los otros candidatos. Así conocí Puente Piedra, Ancón, Pamplona Alta, San Juan de Lurigancho, El Agustino y Pucusana. Nunca volví a ver Lima con los mismos ojos.
“Valoro la lealtad”, escribió ella en Facebook, explicando por qué no habló antes. Por qué no se sinceró y dijo lo que había pasado. ¿Lealtad a quién?, me pregunté. Decenas de jóvenes pusimos nuestro tiempo y dinero para sustentar su cochina campaña, mientras debajo de la mesa corrían 7 millones de dólares que nunca aparecieron para conseguirnos ni siquiera plumones con los que pintar las pancartas. Yo lo hice porque creí en su propuesta, en la idea de una Lima para todos y en que estaba dándole la contra a una banda de mafiosos conservadores que buscaban reafirmarse en Lima. Yo participé y puse mi nombre. No saqué de eso más que un almuerzo, una cerveza, un encendedor y 10 cigarros. Aparecí junto a ella en fotos y videos, con su estúpida chalina verde desencajando con mi ropa impecablemente negra. Destiné mi tiempo para ella. ¿Lealtad a quién? ¿A quién le era leal mientras le pedía a Barata 7 millones de dólares? ¿A quién le era leal mientras sus dirigentes nos decían a nosotros que debíamos continuar luchando contra la corrupción y la mafia? ¿A quién le era leal mientras nos mentía? No sé si vuelva a ver la política con los mismos ojos.

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